En un momento determinado del film, el paciente Javier Sánchez Vázquez enuncia una queja sobre el tratamiento al que le tienen sometido: el psiquiatra se limita a extender una receta y luego pregunta, rutinariamente, cómo se encuentra el enfermo. No deja de ser un buen diagnóstico del actual estado de cosas en el que se halla inscrito el discurso psiquiátrico y que Élisabeth Roudinesco denunciara, con singular pertinencia, hace un par de años en La part obscure de nous mêmes [1] a propósito de cómo los promotores del célebre Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (Diagnostic and Statiscal Manual of Mental Disorders, DSM) “…estaban abandonando definitivamente la terminología psicoanalítica, psicodinámica o fenomenológica –que había humanizado a la psiquiatría durante sesenta años dotándola de una filosofía del sujeto-, para sustituirla por criterios comportamentales de los que se hallaba excluida toda referencia a la subjetividad. El objetivo era demostrar que el trastorno de la mente concernía exclusivamente a la psicofarmacología o a la cirugía, y que podía ser reducido a un desorden, a una disociación, es decir, a una avería del motor.” [2]